Sin ser demasiado afín a las recopilaciones dramáticas que pueblan
todos los medios cuando se acerca el cambio de año, necesitaba de manera
egoísta cerrar la puerta que lleva ya ventilando unos cuantos meses. Solo se me
ocurría escribir, recordar y dejar constancia de algo que nos va a acompañar de
por vida. Los recuerdos hacen que las cosas no mueran, tanto si son buenos,
para sacar brillo de la nostalgia de que un tiempo pasado fue mejor; como si
son malos, para aprender y aceptar que a base de golpes nos hacemos más
fuertes.
Hacía tiempo que no recibía el Efesé un varapalo sonado y ya me olía mal. Siempre he pensado que a cada generación le
toca sufrir un impacto de realidad cartagenerista, de los que te dejan noqueado, creando indefensión
y tirando del barco a muchos aficionados potenciales que deciden no llorar nunca
más por el equipo de su tierra. Quizá esos sean los más cuerdos. Desde el Vecindario no
había sucedido (el descenso fue un despropósito tan previsible, que nos impidió
sentir nada en Córdoba), así que el siguiente iba a ser destacado.
Afición cartagenera en Vigo (Fuente:Twitter) |
viva, que queriendo ser solidario, casi provoca una catástrofe mayor que la vivida en el césped. También recuerdo recibir a los jugadores, a Hugo y a Jesús Álvaro con la cara descompuesta y a Michel Zabaco con el ojo como un pimiento. Lo que ocurrió ese día ya lo sabemos todos, por lo tanto quiero seguir recordando.
Recuerdo que ese mismo día decidí que estaría en Vigo,
porque aún se podía. Seguía siendo play-off y era precioso. Estos chavales del
Celta, qué buenos eran. A ese Brais, que ya había jugado en
Primera daba gusto verlo, como al Estadio de Barreiro, con un
pequeño prado verde convertido en grada, dotándole de un encanto al alcance
únicamente del fútbol norteño. De Vigo nos llevamos el pulpeiro, el Albariño y
un empate a cero made in Segunda B. Yo recuerdo verlo medio perdido de cara a
la vuelta, pero José Gaspar me cerró la boca a golpe de falta
directa a los cuatro minutos. Y luego, a aguantar. Ahí si que apretó el
Cartagonova. Qué orgullo, qué heridos estábamos todos y qué ganas de
reivindicar al campeón del grupo IV. Fue un milagro, pero volvíamos a estar en
la final.
De Almendralejo recuerdo calor. Mucho calor.
Jamás había pasado por esas temperaturas tan extremas, ni por un recibimiento tan
agradable de una afición volcada. Podría decir que recuerdo el gol que nos echó
del ascenso a Segunda, pero no lo vi. Estaba embadurnándome de cabeza a pies de
agua del grifo para evitar una tragedia personal mayor que perder un partido.
Sí recuerdo que al no descontar siete minutos (fueron seis), me pareció hasta
poco y me confié. Recuerdo sentir que se podía, a pesar de la merma notable por
las bajas. Llegar hasta ahí después de todo tenía que dar sus frutos. Seguro
que en el partido de vuelta nadie se rendía y Aketxe la
mandaría dentro y no sería anulado. A lo mejor nos tocaba subir en el 97 y en
casa ¿os imagináis?
Con el pitido final de la temporada, ya no nos quedaba pulso.
Cerca de la orilla, derrotados nos mirábamos a la cara sin poder reprochar nada
a nadie. Nunca sentí necesidad de desconectar del fútbol hasta aquel
desenlace. Cartagena necesitaba descansar de esas seis semanas
de catarsis. Sucedió todo y al final se quedó en nada. Todos, con pasión
luchamos por llevar a los nuestros a lo más alto y aunque algún rezagado diga
que no tiene sentido recordar tanta derrota, yo diré que debemos estar
orgullosos. No nos pueden quitar los abrazos fraternales de Majadahonda,
ni el resurgimiento en Vigo, ni el jamón de Almendralejo. A todos los que
convertisteis el 2018 en un año histórico, enhorabuena porque sencillamente,
mereció la pena.
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